Tuesday, July 05, 2011

Réquiem para BJ/ Sumergiéndome en La Atlántida

Me canto a mí mismo “My favourite bulidings, are all coming down”, verso de mi tema favorito del I often dream of trains de Robyn Hitchcock, mientras veo el espacio vacío y arrasado de lo que una vez fue Patio Biarritz. La sensación no es de tristeza, sino más bien de extrañeza, como si fuese la escena de una película que no me resultara del todo convincente. Pienso en el feo edificio, de balcones de acrílico azul, que posiblemente crezca en esa cuadra que da a 21 de setiembre, uno de los bordes de lo que suelo llamar “El valle de Pocitos”, una manzana caracterizada por la escasa altitud de sus casas, muchas de ellas conformadas por las protegidas Bello Reboratti, madrigueras tan hermosos como oscuras que sólo pudieron haber salido de la cabeza de ingenieros, y no de arquitectos. Al valle de Pocitos lo conozco bien porque es la principal vista que tengo desde el séptimo piso en donde vivo. Desde que era chico me fascinaba –y sigue fascinando, debe ser una de las primeras cosas que le muestro a una persona desconocida cuando recién llega a mi casa- una cabaña en forma de v invertida que queda en el centro de la manzana, como si fuera el colmillo/corazón de ese rincón verde curiosamente estático, que prácticamente no ha cambiado desde que tengo noción de ser.


Esta noción del cambio, de la promesa de eternidad de golpe destruida con la fuerza de una pala mecánica, es posiblemente lo que me deje duro, sin poder hacer otra cosa que contemplar aquello, incluso a riesgo de que me pase el 116 sin llegar a pararlo o percibirlo.

Aún cuando había cerrado, nunca creí seriamente –esto lo sé ahora, cuando lo único que queda de lo que fue, estampado en las medianeras de los otros edificios, es la pintura verdosa de lo que habría sido un salón de expresión plástica del jardín de infantes, o los azulejos de un pequeño baño o cocina- que El patio se borrara de un día para otro, así como así, aún cuando la decrepitud del lugar atravesó un sinnúmero de fases que pude apreciar como desde una butaca en primera fila, como si fuera una tragedia vista en tres actos. Primero fue el cartel de cerrado. Por aquel entonces yo andaba deslumbrado con algunas librerías y libreros del Centro y todo aquello me trajo sin demasiado cuidado, incluso pensando que era cuestión de tiempo para que aquel lugar fuese refundado por otro grupo de gente. Sin embargo, los meses pasaron y lo único que cambiaba era el pasto que parecía comerse todo el frente. Como si fuera otra hiedra crecida entre las grietas de la arquitectura abandonada, al poco tiempo aparecieron dos vagabundos, que colocaron un colchón debajo de uno de los arcos que formaba el portón principal. Recuerdo el rostro de las viejas mirando con oprobio o auténtico miedo a los nuevos dueños de aquel trozo de arquitectura, mientras esperaban un 116 que las llevara a un cafetín de la Ciudad Vieja, o un 582 que las dejara en la puerta del Blanes. El mismo día que, de golpe, desapareció la hiedra, también desaparecieron los pichis, como si hubieran sido extraídos de raíz por la intendencia o una compañía constructora. Lo único que parecía mantenerse en pie en el frente era un cartel que indicaba varios de los directores que ostentaba el pequeño videoclub regentado por Miguel, un viejo dicharachero que conocía a mi familia por haber acompañado a un familiar que convalecía en la misma habitación que una tía mía, internada allí tras un intento fallido de suicidio. “Stanley Kubrick, Charles Chaplin, Akira Kurosawa, Dogma 95’”. Hasta ahora me acuerdo de la palabra Dogma 95’ y me pongo a pensar si realmente fue la gran cosa en su momento, o si fue una promesa gigantesca, inflada y vacía como un mismo zeppelin. Cuando pienso en Dogma 95’ no pienso en Vintenberg o en Lars von Trier, sino en mí mismo, con dieciséis años, refiriéndome a cualquier escena filmada con cámara en mano como “Dogma 95’”, no como un recurso de determinado movimiento cinematográfico, sino como la definición de un recurso en sí, como una palabra del lenguaje técnico, como quien hablara de un plano contrapicado. Ese cartel se mantuvo en pie el tiempo que permanece estaqueado en sus dos piernas un boxeador que se niega o que se olvida de caer, aún cuando todo su torso está muerto y no le queda otra al juez que terminar la pelea (los brazos y las manos con guantecitos blancos agitándose en cruz, la gente que entra nerviosa al ring, el otro boxeador festejando a caballito sobre los hombros de su entrenador). El viento de la rambla no sólo fue doblando el poste, sino que la salitre del mar fue comiéndose a algunos directores, como Cassavettes, que en la placa se había reducido a las primeras cuatro letras de su apellido. En todo caso, es recién trayendo estas citas cinematográficas que me percato de que mi cinefilia empezó ahí, en el videoclub de Miguel, por más que ya de chico me interesase por varias películas que aún hoy en día considero clásicos –la primer película que vi (esto según mis padres) fue la Silly Symphony de Flowers and trees, que yo llamaba más sencillamente “El árbol malo” y sigo considerándola uno de los mejores cortos de animación que se hayan hecho-, por más que mis visitas a aquel lugar fueran relativamente cortas, justo antes de hacerme socio de Cinemateca y comenzar a bucear por aquel espacio más variado y sobre todo, menos caótico que el de Miguel. Como dije, películas había visto ya montones, pero fue en esas visitas al Patio Biarritz que incorporé aquel “más que un simple deseo” de ver cine, casi como si en aquella actividad emergiera una alternativa identitaria, llámesele un proyecto de ser, en el que me di cuenta que quería dedicarme, de una manera u otra, a aquello de ver películas. Frente a esto no es muy sorpresiva la lista de las primeras cuatro que alquilé en el videoclub: El huevo de la serpiente (Ingmar Bergman), Ladrones de bicicletas (Vittorio de Sica), La gran ilusión (Jean Renoir), Pink Floyd, The Wall (Alan Parker). La de Bergman la alquilé más bien por una escena recordada y repetida por mi padre un montón de veces, las dos del medio por haberlas visto en varias listas como unas de las mejores películas de la historia y The Wall básicamente porque me gustaba Pink Floyd, porque era arty y profunda –lo que yo entendía por arty y profundo en aquel entonces- y porque un primo mío me había hablado de una escena en donde el protagonista destruía toda una habitación. Recuerdo haber visto tres de las cuatro en nochebuena, sin lograr ver La gran ilusión por un capricho del tracking de mi vhs.

Luego de que arrancaron el poste, siguió un período de varios meses de silencio en el que se tapió la arcada del portón con bloques de cemento. Un tiempo después, vi luces que provenían de adentro, terminando por divisar dos hombres con pinta de obreros. A medida que esperaba mis ómnibus en aquella parada, fui descubriendo que en las entrañas de El patio Biarritz no se estaba llevando a cabo ninguna reforma, que aquellos dos no eran obreros, sino caseros, los últimos cuidadores de esa nada vuelta a escombros. Las puertas de los balconcitos del primer piso, en donde solían darse conferencias o realizarse talleres literarios, estaban arrancadas. A veces el viento y la lluvia parecía colarse dentro de aquellos salones, en la medida que una lámpara improvisada y milagrosamente encendida se mecía alocadamente, generando extrañas sombras, como si allí hubiera una fiesta sin música, completamente exclusiva. A los dos tipos los vi dedicarse a morar esa casa con una disciplina y dignidad incuestionable. Estuvieron gran parte del invierno y de la primavera del año pasado manteniendo guardia. Parecía como si los hubieran encerrado desde afuera, teniendo que quedarse en aquel sitio como los sobrevivientes de un submarino sumergido. A veces se los veía mirando a la calle desde las ventanas. Luego, empezaron a jugar ping pong en una mesa improvisada, mucho más chica que las medidas olímpicas. Jugaban partidos interminables, casi todo el día, hasta que comenzó a caer un tercer tipo, más gordo (con esas barbas deformes, más cercana a las pelusas, que tienen algunos asiáticos), con el que se sumergían en intensos triangulares. Llegaban a jugar hasta de noche, donde se veía sus siluetas en la penumbra, moviéndose alocadamente de izquierda a derecha, como si fuera el reflejo de una llama movida por el viento. Esos tres caseros, pensaba, debían haber empezado a oír, más que ver la pelota.

Como ese silencio o ligero bienestar que se anticipa a la muerte, los tipos desaparecieron de un día al otro. No mucho tiempo después, llegué un día a la parada y El patio Biarritz parecía haberse ido, como si se levantara en sus mismos cimientos y se fuera caminando hacia otro lugar.

Escribo sobre el patio Biarritz, no porque haya sido importante, no por su valor arquitectónico o urbano, ni siquiera porque me gustara (de hecho, no tardé mucho tiempo en dejar de tenerlo en cuenta a la hora de comprar libros, con estantes que parecían cada vez más propensos a mostrar porquerías new age, o libros de parapsicología de segunda mano). Las librerías, más que muchos otros emprendimientos, generalmente mueren por justas razones, y el Patio quizás no haya sido una excepción. Con el tiempo, el mismo edificio se había ido afeando por la exageración de actividades o funciones que cumplía, convirtiéndose en un pastiche de librería de textos escolares, cybercafe, café literario, videoclub, sala de exposiciones, jardín de infantes y centro de operaciones de jugadores de rol y cartas Magic.

Sólo le faltaba la cancha de paddle.

No, no escribo por eso. Creo que escribo porque cuando vi el predio vaciado, con esa artificialidad de la demarcación de los diferentes cuartos y salones tatuados en las paredes de los edificios contiguos, vi un proyecto de mí mismo diseccionado y colocado en una mesa de mármol. Esos cuartos vacíos, esas marcas, son las estrías de una piel que cambió de densidad y tamaño. Es el tatuaje absurdo que uno se hace con tinta china en la mano, sólo para recordar más tarde, verdoso, lo que uno fue.

Andaba por facebook y de repente me doy con el muro de Ezequiel, que dice la tristeza que es ver cómo tiraron abajo a BJ. Leo aquello y concluyo que la decisión de tirarlo posiblemente haya sido la más acertada. Con el tiempo, aquel lugar cerrado había atraído -como una oscuridad que funcionara de forma inversa a la de las fuertes luces que drogan a las polillas- a un montón de chorros que se beneficiaban por la nueva desertificación de la cuadra (sin ir muy lejos, el mismo Ezequiel había sido víctima de un ataque cagón y completamente desmesurado de cinco de ellos, que podrían haberle arrancado algo más que el celular, la noche en que decidieron molerlo a palos). Sea lo que se levante ahí, boliche, almacén o casa de putas, va a funcionar al menos como un faro intermedio que nos de algo de referencia y refugio para quienes solemos caminar solos por la niebla de Soriano, bajando a la esquina de la muerte.

La famosa esquina de la muerte, ese embudo nocturno configurado por los puntos cardinales de Bluzz, Santa Catalina y La ronda (otros sugerirían agregar a Café La diaria; otros pensarían -pero preferirían mantenerse en silencio su idea- anexar la oscura estrella de El Gallo Rojo a aquella constelación de bares) ha sido escenario tan común de mis noches que se terminó forjando en mí la misma noción de atemporalidad. Sin embargo, mucho ha cambiado en la zona, sobre todo aquel edificio enorme y abandonado que daba a la puerta de Bluzz, ahora derribado por completo, dejando crecer a su alrededor un montón de helechos que en su fina y prolija verticalidad, parece un pequeño bosque en miniatura que pretende tomar aquel solar. Aquel edificio nunca lo conocí más que por su función mineral, de escombro respirante, pero me gustaba mirarlo mientras conversaba con alguna persona circunstancial del bar, me gustaba detenerme en aquellos grafittis, como si mi mirada descansara al posarse sobre ellos, como le sucede a mis ojos cuando se detienen en una duna, o en una fuente.

Pero BJ murió, aunque todos sabíamos que estaba muerto, mucho antes de que lo tiraran abajo, incluso mucho antes de que cerrara. Entre los enfermeros de los hospitales se suele decir que cuando los pies de los pacientes agonizantes comienzan a quedarse perpendiculares a la superficie cama, queda poco tiempo para que la muerte llegue a esa sala. Si hay algo que tienen en común los darks con los cuervos, más allá del color similar entre la indumentaria de los primeros y el plumaje de las últimos, es su capacidad augúrica de la muerte de los establecimientos que asisten. No sé si es karma, si es que consumen poco, si es que hacen huir al otro público, o si es que en aquella fascinación propia por la muerte son los que, en definiva, se acercan cuando ya todo ha acabado, pero comenzá a ver cómo tu boliche se llena de darks y posiblemente no le quede mucho tiempo de vida. En los últimos tiempos de BJ recuerdo volverme borracho de La ronda y cruzarme con un montón de metaleros y goths haciendo puerta en toques maratónicos de cinco bandas que ni todas juntas podían llenar el local. El entusiasmo de los pibes era innegable y mucho más sincero que un montón de cosas que sucedía –y sucede- alrededor, pero esta necesidad de llenar la grilla tenía algo de esa desesperación de acumular actividades en el Patio Biarritz, que terminó precipitándolo la ruina (no digo que sea causa, quizás sea más bien haya sido señal de ese mismo proceso de menoscabo). Nunca supe cual fue el último toque que hubo en BJ, pero posiblemente haya sido una banda mala de power metal cantando sobre dragones cogiéndose a ninfas del bosque, y no ese toque de Buenos Muchachos en el 2006, que por un tiempo me hizo sentir que el piso hueco de madera se estaba arqueando (o quizás eran las paredes de mi cráneo, presenciando lo que fue la experiencia musical más honda que haya sucedido en mi vida); o aquella primera vez que vi a Santa Cruz, con la angustia de estar junto a una persona que podía volverse importantísima en cuestión de horas o minutos; o la primera vez que oí un solo de Pablo Traverzo, durante aquellos miércoles de duelos de guitarra que iba con Pedro Restuccia, para volverme caminando, casi en una línea recta hasta mi casa, atravesando Canelones, Bulevar y 21, para acostarme escuchando el cassette de aquellos mismos duelos que me encargaba de registrar con una grabadora espía.

Aún así, si me presionan, lo que más me acordaría de BJ no es el bar, ni las bandas que allí tocaron, sino la idea de lo que era o creía que era o representaba BJ, algo que estaba indistinguiblemente anudado a una concepción o delirio que tenía sobre lo que era o debía ser el rock nacional. Todo lo que se pueda decir sobre el valor que tenía BJ posiblemente sea tan falso o ficticio como la cantidad de gente que dice haber sido un habitué de Juntacadáveres (que si nos ponemos estrictos, a juzgar por toda la gente que dice haber ido, el boliche tendría que haber tenido la capacidad del Estadio Centenario). Si hay algo en lo que no quiero convertirme es en esa gente que no puede dejar de remitirse a algo que fue, o lo que es peor, a algo que nunca fue. Lo que sí me queda de BJ es quizás la imagen que yo supe tener de él en determinado momento de mi vida, cuando me había autoproclamado manager de una banda de amigos íntimos, en los que me sentía importante por hablar con Alejandro y organizar la agenda, conseguir contactos, intentar moverse en radios comunales impresentables, o pegar afiches con cinta scotch en facultades. Para nosotros tocar en BJ un viernes (no los jueves, que eran los días que solían dar a las bandas primerizas) era todo un logro, casi, por así decirlo, un techo. Creo que fue luego de aquel viernes en BJ, donde vimos desde el escenario un montón de gente, pero que no era otra que todos nuestros amigos unidos (la mayoría congregados por cariño, o al menos solidaridad), que perdimos cierta inocencia. Creo que yo perdí a BJ, como quien se olvida de un paraguas en un taxi, aquella noche, mientras juntaba los equipos y ayudaba a cargar el bombo de la batería de Pedro.

No mucho tiempo después sólo hubieron cuatro toques de la banda (uno en Pacha Mama, posiblemente el mejor que hayan hecho), uno en El Faro (que siguió ese formato de cumpleaños de amigos), otro en La commedia y uno en la ACJ (con un bizarro panel de jueces que daban al evento un formato del estilo de Operación Triunfo). Luego de eso, me embolé de buscar toques y el ánimo de Pedro no fue suficiente para mantener la rueda girando.

De lo más inmediato al cierre de BJ sólo quedó un operativo frustrado mío de saquear parte del botín y quedarme con la B gigante que estaba encastrada en el frente. Las letras pronto fueron removidas, posiblemente arrojadas al mar, perdidas en el fondo de la casa de algún latero que las extrajo como quien intenta buscar oro en los dientes de un muerto, o como reliquia en la casa de algún romántico más audaz que yo.

Ahora, cuando señalo el plan, vuelvo a pensar en Crosstea, en las primeras reuniones en lo de Antoine (un garage enrejado, convertido en sala de ensayo, que daba a la calle Libertad, generando en las bandas una extraña sensación de ser animales de zoológico) y aquel cumpleaños en que aparecieron tres amigos, cargando, como los orgullosos soldados norteamericanos de Iwo Jima, una placa gigante, con forma de guitarra eléctrica, que estaba atornillada a la puerta del local. Recuerdo la emoción de ver aquel estandarte que significaba mucho más que un ajuste de cuentas con el amargo dueño de la sala de ensayo, y que desde aquel momento siempre se ha mantenido de una forma u otra ligado a lo que yo pensaba que era la adolescencia. Hoy en día no tengo idea qué será de aquella guitarra. No me sorprendería que siga en el garage de aquel conocido, momificada por el óxido desde aquel mismo cumpleaños en que la trajeron como trofeo de guerra.

Ayer pasé por aquel solar vacío y vi en el segundo piso, en una de las paredes que formaban parte de ese altillo en el que las bandas dejaban sus equipos, o donde se drogaban o cogían con las minas que nosotros creíamos, o ellos mismos creían que se cogían, algo que me dejó congelado. En aquella pared, como el empapelado de osos o trencitos que delatan el antiguo cuarto de un niño, aparecían diseminados, como tatuajes en el cuerpo de un marinero encontrado en altamar, los logos y graffitis de muchas bandas que tocaron allá. Con mi miopía campante, creo reconocer tres o cuatro logos. Todos pertenecen a bandas que no me interesan y que posiblemente ni me hayan interesado en aquel tiempo. Recuerdo a un amigo escribiendo el nombre de su banda con la llama de un encendedor. Luego recuerdo que fue en el techo y pienso cómo aquel nombre posiblemente esté regado de a pedazos en el material de construcción de una volqueta cercana.

Agarro un trozo de ladrillo que podría haber pertenecido, o no, a BJ. He estado mirando el palimpsesto escrito en aquella pared y todo aquello toma la forma de un jeroglífico, un muro que podría ser una piedra de Rosetta para lo que va a, o no va a ser el rock uruguayo de acá a unos años. Después, pienso qué bandas de ahora podrían escribir su nombre en una pared, pero antes de que pueda dar un nombre, me pregunto en qué pared se podría escribir aquello y me quedo completamente en blanco. "En el fondo, no importa", me digo, y es ahí cuando descubro a un obrero mirándome con cara de guardia de seguridad. Me subo el cuello de la campera y arrojo el escombro contra un plátano desnudo, perdiéndome por Andes hacia la rambla.



¿Qué es un escombro? ¿Qué es un baldío? Pensé esto a mis dieciséis años, al pasar en bicicleta por el frente de una casa cerca del Hotel del prado, que de tan venida a menos le habían crecido dos pinos en su azotea. Hay cosas muertas que están llenas de vida, y hay cosas que mueren ni bien se les encuentra un orden o función determinada.

Cuando era chico, mi madre me contaba sobre la pinocha de la casa de mis abuelos de Atlántida. Según ella y las fotos de algunos viejos álbumes, la pinocha abarcaba todo el fondo, ocultando, como si fuera una manta, un montón de ramas con forma de cucarachas gigantes. Cuando era chico, el pasto se extendía hacia la mitad del fondo, teniendo que ponerte las chancletas cuando querías colgar la ropa en la cuerda. Con el tiempo fui presenciando cómo el verde se iba abriendo paso, hasta cubrirlo todo. Al final, el único lugar donde existía pinocha era un terreno baldío de seis solares pegado al nuestro, que desde que tenía memoria nunca había sido reclamado y que constituía, para nuestros escasos años, un auténtico bosque. Ahí uno se encontraba con troncos muertos, siempre enfrentándose ante la tentación de arrancarle la corteza y ver la inmensa cantidad de bichos de humedad, hormigas, larvas, termitas y cucarachas que se agitaban en sus entrañas. Una urbe construida sobre un cadáver. Tanta expresión de vida daba asco.

Escribo esto y más o menos sé adónde la construcción de conceptos de mis asociaciones quieren llegar, y vuelvo sobre aquellos edificios tapiados, que de tan cerrados sobre su mismo menoscabo, habían comenzado a tener vida propia. Pienso en cómo, en su condición de muertos vivos, pueden tener más vitalidad que la Diamantis Plaza. Sin embargo, pienso un poco más y el presente vuelve a perder consistencia y aquel baldío me reclama y se apodera de todas mis asociaciones.

Durante casi toda mi infancia, mis primos y yo pasamos más tiempo en el baldío que en el fondo. Al principio fue “la casita”, que de “casita” no tenía nada, salvo la formación de un claro coronado por un alcornoque encorvado, en el que habíamos construido un inútil sistema de poleas que pretendía subir a mi hermana a sus partes más altas. La casita existió durante varios años, en los que con Lucas formamos un club secreto de dos integrantes llamado El Dragon Lee. Luego se asentó una familia en uno de esos solares, cortando el alcornoque y construyendo una casa con techo de tejas.

No tardamos mucho en encontrarnos una nueva casita, esta vez más pequeña, pero abovedada de una manera que parecía haber sido construida por el hombre. Fue en ese verano, ahí mismo, en la casita, donde conocimos a los porteños (hermano y hermana de 14 y 12 años, respectivamente) y otros dos niños que solían robar casas durante el invierno. Recuerdo sólo verlos ahí, en la casita, sin registrarlos en la playa Eden Rock, lugar al que casi toda la gente de esa manzana solía ir. Algo me dice que si averiguara más sobre aquello, posiblemente reconstruiría en vida una de esas clásicas leyendas urbanas, que los pibes ladrones habían sido unos niños que murieron en el incendio de una de aquellas cabañas de techo de quincho veinte años atrás, o que nunca hubo una familia porteña alquilando en alguna de las casas de la zona. Pero más que nada, recuerdo aquel día en que vi al porteño apretar con su hermana, sentados sobre un tronco que habíamos arrastrado hasta la casita para oficiar de asiento, aquella sensación de mudez atravesada por el sonido de las bocas que se arrastraban en el silencio como dos culebras y mi decisión de no volver allí durante varias semanas, hasta que todos aquellos chicos desaparecieran tan rápida y mágicamente como aparecieron.

Más que nada, el bosque baldío tenía dimensiones temporales, más que espaciales. El baldío era lo fijo, lo inmutable, una porción de irrealidad en el fondo de un mar que cambiaba de corrientes y flujos. Una vez, cuando todavía no era lo suficientemente grande como para medir mi maldad, luego de perdernos unas horas en el baldío -nuestros padres hacían la sobremesa en el fondo- le dije a Lucas que toda la gente que estaba ahí, al lado de la parrilla, eran ladrones que se habían puesto las máscaras de nuestros padres. Más allá de la anécdota graciosa, me doy cuenta de cuánta verdad había en esa mentira. En el baldío todo cesaba y se silenciaba, parecíamos nadar hacia a Atlántida, la verdadera, la sumergida, mientras todo lo que sucedía alrededor eran archipiélagos ocupados por marineros que terminaron resignándose a no encontrarla, cuando la tenían casi sobre sus narices. Todo podía cambiar, los supermercados, la casa de mis abuelos, la pinocha del fondo, nosotros, incluso nuestros padres, pero el baldío se mantenía igual, guardando en su interior basura fosilizada de tiempos lejanos, una latita de cherry coke, un vhs destripado, la hoja descolorida de un poster Panini del mundial del 90’.

Todos los primero de enero volvía allí, buscando las señales intocadas de aquello que habíamos dejado en el baldío: una falsa tumba marcada con una cruz estaqueada en la tierra, la palabra Lothlórien escrita con dry-pen sobre la corteza de un árbol.

Este primero de enero salí al fondo, tratando de registrar lo que me habían informado mis abuelos. Aquellos tres solares restantes, luego de más de sesenta años sin ningún ocupante, habían sido comprados por un suizo que quería construir una serie de casitas de ladrillo para alquilarlas barato, en una especie de intento de iniciativa turística. Todo parecía irreal, pero se volvió jodidamente cierto cuando vi con mis propios ojos, aplanado, cubierto de arena, con unas casas de ladrillo creciendo como una soriasis, todo lo que había sido una vez el terreno baldío . Cinco casas con mini parrilleros y, más al fondo, una piscina. El fino, que es arquitecto, dice que los muros los hicieron demasiado finos y que se van a terminar generando fisuras en la pared. Mi padre dice que el cercado le da un aire de gallinero a la casa. Mi abuelo dice que aquello, por feo que parezca, puede terminar por siendo una bendición, considerando las ocupaciones ilegales que se han registrado en la costa de oro en los últimos años. Yo no digo nada, sólo puedo ver, a través de esas nuevas rejas, la extensión blanca de la arena, con la extrañeza de quien camina sobre el lecho de un lago dragado.

Durante el verano vi cómo fueron avanzando en las obras. Una noche llevé la laptop afuera y me puse a ver una película. En la mitad del film comencé a escuchar extraños sonidos, que parecían cesar en el mismo momento en que ponía pausa. Temiendo que fuera una comadreja sobre la parra, prendí todas las luces y saqué una escoba, en caso de un posible encontronazo con el animal. Las comadrejas siempre fueron para mí algo así como una representación del mal. El mismo contacto visual con una de ellas me helaba la sangre, sobre todo el detalle de la cola pelada, el hocico puntiagudo, los ojos completamente negros, esa elegancia sucia, a medio camino entre un gato y una rata, cuando la ves caminar por los tejados. Nunca supe adónde iban a parar las comadrejas de día, casi era como si se desmaterializaran en la luz, o como si ellas fueran la materialización misma de la noche. Pero al mismo tiempo que provenían de la noche, las comadrejas sólo podían venir del baldío. En la casas de los vecinos había perros que las ahuyentaban, por lo que sólo podían provenir del bosque, de aquel flanco izquierdo completamente abierto. Era lógico que provinieran de allí, del reino de lo inmemorial o lo eternamente perdido.

Aquella noche, cuando iluminé el fondo y vi a la comadreja trepada a un pino, serena, comiendo una uva de una pequeña parra que se enredaba sobre aquel, me quedé duro, viéndola gorda, torpe, agarrándose del árbol con unas uñas finitas. Tras salir de aquel encanto, busqué unas piñas y le arrojé una, dos, errándole pero dándole al pino, a veinte o treinta centímetros de su lomo. La comadreja me miró por unos segundos, pero no hubo miedo en su rostro. La vi serena, como si me hubiese conocido de toda la vida, como si me dijese “me como unas más y ya no te jodo”. Le tiré un par de piñas y le volví a errar. Luego de un rato se dejó caer sobre sus cuatro patas y emprendió retirada. Le tiré un par de piñas más pero la comadreja no cambió el tranco torpe y rechoncho. Mientras se iba, me di cuenta de que mi mala puntería era porque en el fondo no le quería acertar, como un policía que deja escapar a un ladrón conocido, disparando tiros al aire.

Lo último que vi de ella fue su cola, escurriéndose en la oscuridad del cerco que separa nuestro fondo de las nuevas obras, dándome cuenta de que volvía a su hogar, de que el baldío seguía existiendo en la noche, cuando no había nadie más que yo para verlo.

Monday, March 14, 2011

Mis temas del verano 2011
no te vayas a China que alli no tienen cortinas
como las que nos escondieron de todos los demas


Ayer me puse un canguro en medio de un domingo soleado y de cierta forma supe que se había terminado el verano.
La finalización del mismo permite cierta perspectiva, lo que me habilitó a confeccionar un compilado con los temas que, no tanto escuché más (aunque algunos sí), sino que más me marcaron o que van a quedar completamente asociados a este período estival del 2011.
Sebastian Tellier me acompañó en COPSAS costeños, Enamorado de Norma debe ser uno de los temas que más me fascinaron musical y letrísticamente en varios meses (aunque lo empecé a escuchar más en diciembre y después, por medio a quemarlo dejé de reproducirlo en mi equipo), Daughters musicalizó algunas irrupciones de misantropía puntaesteña, Calle 13 en caminatas por el asfalto humeante de MVD, Kurt Vile en tardecitas melancólicas mientras leía Felisberto Hernandez, Chinatown, de Destroyer, como banda sonora perfecta mientras pescaba en el Solís Chicho, Zagueiro, de Jorge Ben, casi autobiográfica, en una caminata extraña por una Gorlero invadida por un manto de garúa gélida, Placer, de Fernando Cabrera, el único tema que pudimos poner en Valizas con Polly, justo antes de que la batería del I-pod terminara de morirse, Teeth, de Lady Gaga, escuchada casi exclusivamente en playas de Maldonado, Game of pricks en los audífonos mientras hacía digestión tras las grandes comilonas en la casa alquilada po mi suegro en Playa verde, When Johanna loved me, de Scott Walker, en paseos silenciosos por zoológico de Atlántida, viendo la jaula de Timur (tembile tigre salteño) ahora habitada por monos hiperactivos, Destiny, de Girl Generation, que debe ser el tema que más escuché en el verano, Think about it, en una caminata por 18 en la que me encontré entendiendo la letra y riéndome mientras la gente me miraba como un loco, José José en noches desveladas, viendo aquella presentación en vivo descomunal una y otra vez, Bombay, posiblemente el tema del verano, con ese videoclip deslumbrante que deber ser de los productos cinematográficos que más me ha impresionado en años (http://vimeo.com/15247292), Wonderful One, de Page y Plant desde el mp3 de mi primo Andrés en una tarde en Atlántida, comiendo uvas chinche, con un litro de tinto en la panza y completamente seguro de que estaba en el lugar y el momento adecuado y que todo eventualmente saldría bien.
Fue un buen verano.
Acá les dejo el link
http://www.mediafire.com/?al9qbo9lo81d58r
Lista de temas:
01- El guincho- Bombay
02- Jorge Ben- Zagueiro
03- Kurt Vile- Space Forklift
04- Girl's Generation- Destiny
05- Fernando Cabrera- Placer
06- Norma- Enamorado
07- Lady Gaga- Teeth
08- Daughters- Our queens (One is many, many are one)
09- Sebastien Tellier- Kilometer
10- Calle 13- El baile de los pobres
11- Flight of the conchords- Think about it
12- Jimmy page and Robert Plant- Wonderful One
13- Scott Walker- When Joanna loved me
14- José José- El triste
15- Guided by voices- Game of Pricks
16- Destroyer- Chinatown

Tuesday, January 25, 2011

Mejores canciones y discos del 2010
(o cómo hacer un post con top 10 de canciones y un top 10 de discos, con sus videos y links de descargas correspondientes sin cobrar un peso)

Ah, las preciosas listas, ¿qué haríamos sin ellas?
Sí, hace mil años que no escribo y la lista, como casi todo en este blog, ya llegó algo –quizás demasiado- tarde, pero en el fondo, considero que esta demora ha sido buen síntoma de haber estado aprovechando el verano.
2010 fue un año curioso, en donde el rock uruguayo casi brilló por su ausencia y en el que pareció casi toda su escena musical reducida al cero kelvin. Antes había eventos para criticar, músicos y bandas sobre las que mofarse, valores perdidos sobre los que reclamar, injusticias que denunciar. En 2010 no hubo ni siquiera eso. Las carpas de Durazno se cerraron como las alas de un murciélago y de aquello ya sólo quedan algunos meros recuerdos. Todo el proceso fundacional del rock nacional fracasó –no analicemos ahora los motivos- y de todo aquel carnaval sólo nos hemos quedado con algunos eventos locos y la canibalística disputa de qué banda indie o mainstream va a talonear al próximo gran músico extranjero de turno
En contrapartida a toda esta escena, lo que sí hubo fue visitas, y muy importantes, en cuya mayoría (a no ser, en lo estrictamente personal, el gran Jonathan Richman y Yo la tengo) la reacción y el disfrute se remitía inefablemente a una especie de adolescencia mítica que, si no la llegaste a transitar, difícil poder entender cómo se siente (algo que me pasó con los Pixies, en cuyo toque confirmé los geniales músicos que son y lo poco que significaron para mi vida).
Este debe ser la tercera o cuarta lista de fin de año que he hecho en este blog. Sólo que conserva una diferencia fundamental, que es que en la misma agrego un top 10 de canciones (además de la clásica de los diez mejores discos del año), algo que, más que ser un simple capricho, ilustra un poco cómo ha cambiado mi acercamiento hacia la música en estos últimos tiempos (podríamos hablar del mp3 y cómo cambió la forma de esucha en los últimos años, pero creo que eso es algo sobre lo que ya se habló lo suficiente como para no redundar).
Una canción importante tiene la cualidad de instalarse como una instantánea de un momento vivido, tiene esa sencillez de resumir estéticas, formas momentáneas de ver las cosas, un enamoramiento en particular, un olor, un verano en el que todo salió bien, una persona muerta. Un disco favorito es distinto, su efecto no es, por así decirlo, tan metonímico como metaforizante, y suele condensar, ya no un momento, sino una forma de pensar, un paradigma específico, una visión del mundo o espacio vital en que uno se desarrollaba. Es por eso mismo que consideré necesario hacer un listado de las dos categorías, para ver si dentro de unos años, al leer esto, consigo entenderme un poco más de lo que logro ahora.
La descripción de los temas en la lista de las mejores canciones son mucho más escuetas que para los discos, principalmente porque no es la misma la habilidad que tengo a la hora de hablar de discos que de canciones, pero también porque en cierto sentido, las canciones, en algunos aspectos, suelen hablar por sí mismas. También posiblemente sea porque, dentro de lo posible, tengo miedo de que si me extiendo incurra en términos como “guitarras salvajes”, o “explosión sonora” (el horror… el horror).


10-Girl’s Generation- Oh!
Si bien no figura ni por asomo en mi lista de last.fm, si tal programa pudiera hacer scrobbing de los videos vistos en youtube, posiblemente esta canción de las Girl Generation estarían en mi puesto número uno o dos. El camino hacia el pop industrial es un camino de ida, y cuando es asiático está plagado de trampas y puertas falsas. Las Girl Generation ya habían tenido un efecto de flash adictivo la primera vez que las escuché (en este videoclip que a más de uno le hizo salir sangre -y algunas otras sustancias- por la nariz), pero es con Oh! que realmente quedé enganchado. El rol del pop idol en la cultura asiática ocupa un lugar bastante particular (básicamente la de ser, un producto intercambiable, pero a la vez venerado -vean en todo caso Perfect Blue, de Satoshi Kon) y viendo otras actuaciones de la banda, la forma en que se posicionan en vivo, en forma de cuña (cual ejército romano) la manera en que van intercambiando posiciones, como piezas de Go!, seres creados a imagen y semejanza de un mega programador despierta mis más dementes fantasías, la idea de un internado en donde las tienen encerradas, enseñándole una y otra vez coreografías, sólo dejándole los platos de comida debajo de la puerta, bajo la amenaza de ser suplantadas, o simplemente eliminadas bajo el más mínimo indisciplinamiento. Por supuesto, esto no es más que una fantasía bastante misógina sostenida y desarrollada por todos los giallos o cine rosa japonés que uno se ha comido en su vida, pero por momentos sólo se puede entender así esa dimensión del pop idol asiático que, en este caso, está formado por un montón de chicas que, tal como aquellos sinóforos capturados en las bases petroleras, componen un megaorganismo palpitante. Esto se puede ver en el videoclip la manera en que las velocidades y lo estático de las chicas se mantienen en ritmos diferentes, pero perfectamente coordinados.
Igualmente complejo y ordenado es la entrada de los sinthes, que colocándolo al lado de cualquier tema pop standard, suena como mecánica cuántica –algo que caracteriza a gran parte del pop industrial asiático, con composiciones tan complejas (pero a la vez sencillas y gancheras al oído) que hacen parecer la composición de los temas algo similar a la confección de un babilónico videojuego)-. Droga de diseño para el oído.



9-Janelle Monáe- Tightrope
Definitivamente, uno de los temas del año. Con una sencillez, una energía, un látigo y un swing que hace recordar a lo mejor de James Brown, Janelle Monáe desliza su voz con una ligereza similar a la que se percibe en sus zapatos acharolados. Es realmente uno de los grandes temas favorecidos por videoclips que hubo en el año –sobre los que Darío habló con muchos puntos de certeza en este post de Elbailemoderno-, donde vemos, luego de mucho tiempo, a gente bailar auténticamente ¿Se acuerdan cuando la gente bailaba y no se limitaba a meter breaks con meras coreografías robóticas? (*ej: el break de la canción de J-Lo en esta canción al minuto 2:46).
Janelle retoma esta veta perdida de la música negra, que desde Michael Jackson había sido reducida a un mero efecto mal entendido.
Janelle lo hace todo sencillo, y cuando terminás de escuchar Tightrope, tenés ganas de inscribirte en un curso y bailar hasta con tu vieja. Que se pueda desencadenar ese grado de espontaneidad en tiempos donde todo parece aprendido como de memoria, ya lo vuelve una canción importante.




8-Javiera Mena- Un audífono tu, un audífono yo
Para quien sigue a Javiera Mena, su último disco se siente como encontrarse por primera vez a una sobrina de dieciocho que no veías desde que tenía siete. Es un disco complejo, en el que la nena de los temas space pop de Esquemas juveniles ya no está más, pero que tampoco llega a ser una persona adulta (más allá de sus 27 flamantes años), tan constituida como para tener las cosas en claro. El mejor caso de esta sensación es Un audífono tu, un audífono yo, un tema que, tal como indica el título, se asocia con esa experiencia que a más de uno le pasó –y que si no le pasó, que bajón- propia de la adolescencia, de compartir algo con alguien muy especial y construir y recrear toda una escena idílica a partir de ese mero detalle. En mi adolescencia compartí un audífono con más de una chica –para ser sincero, con magros resultados amorosos- encerrándome luego en mi cuarto, viendo el techo e intentando sentir el calor de la otra oreja en esa canción que uno vuelve a escuchar y parece colocarte, como si fuera un ectoplasma saliendo de los cables, a la persona en tu cama. Algo que va más allá del mero idilio romántico y casto, y que marca en sí, la diferencia fundamental con la anterior factura de sus trabajos, es cuando entra un recitado de Javiera, hablándole directamente a su objeto de amor, en un discurso completamente cargado de deseo –cuando no sensualidad-.
La mayoría de las bandas podrían tentarse en colocar a la persona real en situación, pero en el tema de Javiera Mena, el recitado está dedicado a alguien que permanece pero en su plano de fantasía. Un buen retrato de alguien que recién comienza a entender lo que es enamorarse o desear.




7-Ariel Pink Haunted Graffiti- Bright lit blue skies
Ariel Pink, excavador de discos como pocos, ha hecho de sus álbumes grandes monumentos a la música con la que se atosigaba horas enteras durante su juventud (me lo imagino con una radio AM, encerrándose en un baño o en un galpón para escuchar a solas cortinas musicales de programas radiales que luego fundiría como en una gran pasta en discos como The Doldrums), un museo artesanal y posiblemente construido en su casa al que sólo podían visitar sus amigos más cercanos. Con Before Today se acerca, por primera vez, a un sonido más convencional y menos low-fi, pero no por ello se olvida de su pasado. Es así que entre los temas encontramos Reminiscences, un cover impensado y fascinante de la etíope Yeshimebet Dubale y Bright lit, blue skies, de los Rocking Ramrods. Banda beatlera de los sesenta, los Rocking Ramrods llegaron a ir de tour por Estados Unidos con los Rolling Stones, pero poco es lo que se los recuerda. Sin embargo, Ariel Pink toma el tema y lejos de alterarlo completamente, como buen restaurador, le cambia la fachada –manteniendo el corazón de la canción, pero dándole un aire más surf rock, cambiando por un ritmo menos marcado que el de los ingleses- haciendo una de sus grandes piezas de orfebrería que encierra uno de lo mejores discos de la década.




6-Grienderman- Mickey Mouse and the goodbye man
Posiblemente el mejor comienzo de disco del año. Viendo la lista de mis temas favoritos (no tan así con la lista de mejores discos), Grinderman es posiblemente uno de los pocos flamantes defensores de rock, con un sonido que , a diferencia de su disco predecesor (Grinderman I) no sufre de ese insólito vacío de producción entre batería, guitarra y voz. Muy por el contrario, el bajo se lanza con todo y la canción te explota en las manos con la furia de una bomba brasilera fallada. Nick Cave sigue siendo el mismo poeta que se permite versos como “We built a shelter/ under her body”, pero lejos de ser el hombre melancólico y abordado por cuestionamientos metafísicos, se permite ser completamente sucio, lascivo y hasta tener sentido del humor –ver si no, el videoclip de Heathen Child.
La mayoría de los temas de Grinderman II tienen una estructura circular, rayana en lo obsesivo, y Mickey Mouse and the goodbye man es uno de los mejores ejemplos, donde las repeticiones de bajo y guitarra -al mismo tiempo que en la letra, intercambiando con el resto de las canciones del disco personajes de The big bad wolf- se van condensando y cayendo sobre el espectador como un techo desplomado por el fuego.
Mickey Mouse and the goodbye man es uno de esos temas, esas grandes proezas que de golpe te hacen recordar que Nico Cuevas sigue siendo Nick the stripper, más allá del bigote o su ausencia, de sus entradas, de sus hijos, de sus novelas, de su casa en el campo, o de su brazos definitivamnete limpios




5-Emeralds- Goes by
Aislar un tema del Does it look like I am here es como segmentar arbitrariamente un trayecto de todo el viaje que representa el disco. Sin embargo, Goes by es un desvío que la banda agarra, en donde parece, por algo imposible de decir con palabras, llegar al cielo. La forma en que entra la guitarra, las ondas de radio, esa aura que recuerda a lo mejor de los alemanes Popol Vuh, me hace sentir una extrañísima sensación de bienestar que pocas canciones me han hecho sentir en muchísimo tiempo. Goes by o cómo la radio AM se convirtió momentáneamente en Dios.



06 - asco al sexo by aeak270
4-Carmen Sandiego- Asco al sexo
El mini acordeón abriendo y cerrando el fuelle, como si fuese un pecho nervioso o extasiado (de dolor, de un llanto, de una paja). La forma en que van entrando los demás instruimentos, la guitarra acústica repetitiva, la sombra a lo Murneau de un órgano que se adentra amenazante como a través de varios velos en la canción, un xilófono taladrante como una obsesión, como una penetración no consentida. Y una letra que incluye momentos como “Si todo estuviera bajo cero no habría posibilidad de confundir los cuerpos. Hace tiempo que tengo asco al sexo. Aún así, debo admitir, que no hay otra cosa en mi cerebro” y la parte casi recitada “El dijo acabá encima mío. Yo dije “quien limpiará, quien limpiará todo esto”. El dijo los humanos tienen manos los humanos tienen lenguas y yo huí, huí, huí”. Lejísimos de la mera táctica de shock, Carmen Sandiego hizo uno de los temas más incómodos, pero a la vez más sinceros que se hayan registrados por estos lados. Justamente, lo más interesante de Asco al sexo es que es un tema sin valor de cambio, una canción imposible de colocar en cualquier situación que involucre a más de uno. Es un tema que no te va a animar una fiesta, que no vas a poner para estudiar, que no se lo vas a mandar a una persona (dependiendo de cuales sean tus complicadas intenciones) y que no vas a poner para dormir o garchar (mucho menos). Es un yuyo venenoso, que no alimenta ni es lindo, pero que no te queda otra que contemplar cómo se va comiendo todo tu jardín.
Realmente, no conozco una canción igual que utilice los mismos términos y no quede en la mera guarangada. La única respuesta a la manera en que Carmen Sandiego salta de voltereta hacia atrás, cayendo siempre derecho, como bailarina de gimnasia artística, se encuentra en los pequeños detalles, en ese "se lo lleva el viento” más melodramático, en noción innata de composición de escena, no sólo en su temática, sino en la forma de decir las cosas, en donde lo que dice Flavio Lira, ya no parece una confesión susurrada, sino de esas verdades escritas en silencio, en el azulejo del baño de un bar, con un dibujo y un número de celular inventado escrito al lado




3-Staygold & Robyn, Spank Rock & Damien Adore -Backseat
El P3 Guld de Suecia debe haber sido uno de los eventos más increíbles en cuanto a presentaciones en vivo que haya presenciado en los últimos tiempos, en donde todo parecía salido de la manga de un dios nórdico que ni siquiera conocíamos, desde los agradecimientos de con la cara derretida de Fever Ray, hasta la presentación a lo The Residents de los Teddy Bears. En ese contexto aparece Backseat, canción armada por una especie de globber trotters del pop sueco, entre ellos Staygold y la mucho más conocida por estas latitudes, Robyn. Todo lo referente a la presentación es perfecto, el vestuario, el escenario, el tema, absolutamente todo. Es de las cosas más perfectas, más disciplinadamente cronometradas que he visto, esa mezcla entre el pop estático y militar del vocalista –vestido como si fuese el archiduque Francisco Fernando- combinado con la parte más móvil del rapero que entra en escena y la entrada tardía, como si fuese a través de un sueño, de la voz de Robyn. El pop, a diferencia del rock, generalmente más primitivo y pragmático, es una historia de mensajes cruzados, de hacer una canción triste con una melodía alegre (ej: los smiths), o de permanecer sexy sin movérsete un pelo, y Backseat, en este sentido, no puede ser más pop, siendo una canción cargada de una sensualidad encorsetada ejecutada con la frialdad de un carnicero frente a la sierra de cortar carne. Un video que posiblemente haya pasado re desapercibido, pero que tendría que ser analizado con libreta de apuntes, para cualquiera interesado en hacer pop en el siglo XXI.
Incluso al lado de Kanye West, Zola Jesus o Lady Gaga, Backseat parece el futuro.




2-The National-Bloodbuzz Ohio
En Bloddbuzz Ohio vemos a Matt Berninger, con una barba espesa y prolija (tiene un ligero parecido a Freud de joven), vestido de saco y corbata, a veces con una gabardina de paño y nos damos cuenta de que (con sus cuarenta años) no es un pibe. Es un mero detalle del video, pero está íntimamente ligado con lo que es The National en su relación con el indie actual. En un universo lleno de universitarios obsesionados por mantenerse flaquitos, inteligentes (más bien, perspicaces) y jóvenes, los de The National parecen unos tipos que no pudieron ir a la universidad, mirando desde el otro lado de la acera a jóvenes corretear, teorizar y cargarse minitas en el campus de una universidad pagada por sus viejos, para luego ajustarse la gorra y volver a la fábrica o la tienda apolillada donde trabajan .
High Violet, a diferencia de los drypens fluorescentes que aparecen en la tapa, es un disco monocromático (pero con un greyscale inmenso) sobre la madurez, sobre esa sensación oscura y persistente de que las reglas de juego ya cambiaron, que las palomas se comieron el camino de miguitas de vuelta que uno había trazado.
De todo ese disco, Bloodbuzz Ohio es posiblemente el tema más contundente, con la letra mejor escrita del año, la imagen del viaje de vuelta a Ohio en un enjambre de abejas, esa ciudad del pasado, de la que uno se acuerda, pero que ella no se acuerda de uno (cabe recordar que la banda es originaria de aquella ciudad más bien fea y triste, habiéndose mudado de ahí para radicarse en Brooklyn). “I still owe Money, to the Money to the Money that i owe i never though about love, when i thought about home”. Bloodbuzz es una sensación de desarraigo, pero no un desarraigo radical, llorado a los cuatro vientos, sino con un desarraigo natural, una puerta que se dinamita en cámara lenta, y frente a la que no podemos más que recordarla, o pensarla de otra manera.
Y la voz barítono de Berninger parece contemplar esa serena fatalidad, con toda esa dignidad arrolladora que irradia su rostro.




1-Ariel Pink Haunted Graffiti- Round and Round.
La primera vez que escuché este tema fue con Ezequiel en el balconcito de mi apartamento. Habíamos destapado unas cervezas y me dijo que tenía que mostrarme algo que me iba a impresionar. A mi Ariel Pink siempre me había gustado, pero por alguna razón me generaba una tristeza particular (no sus melodías, ni sus letras, sino su sonido) que había hecho dosificarme muy espaciadamente todos sus discos.
Aquella noche, en mi computadora sonó Round and Round y si bien me atrajo de primera el bajo y unas melodías que no tenían nada que ver con el sonido más low fi que recordaba de Ariel Pink, no fue hasta el estribillo que me terminó de partir la cabeza. El Hold on, I’m calling, calling back to the ball es un verso que solo puede repetirse en la cabeza de uno acentuándose indefinidamente las vocales. Es posiblemente una de las mejores entradas de estribillo (que se toma mucho tiempo en aparecer) que haya escuchado, que tiene tanto del sofisti-pop de los ochenta como de las mejores baladas de los setenta. El bajo, tal como el nombre de la canción, tiene una estructura circular que parece sumir toda la melodía a un sereno remolino.
Una canción que la bailé en mi cuarto, que me acompañó en viajes en ómnibus, que se la dejé en contestadores de personas, que canté en la ducha, que quedó retumbando en mi cabeza como un ritornelo salvador en momentos jodidos, que se la mostré a amigos escépticos, que intenté tocar en guitarra, que mastiqué y mastiqué como un rumiante a una hoja de coca.
Esa primer noche en que la escuché, recuerdo haber apretado sin querer la opción de Repeat. Recuerdo que el tema sonó como ocho veces seguidas y yo seguía esuchándolo, deseando que Ariel Pink y toda su banda nunca dejaran de repetir ese estribillo.


Mejores discos del 2010 (puse links de descarga debajo de cada una de las mini notas)


10- Kanye West- My beautiful dark twisted fantasy
2010 fue el año en que Kanye West explotó. No importó si a la prensa le gustaba o no, si les parecía un forro o un genio, West existió como fenómeno aparte y lo único que les quedaba era ser parte pasiva de su aceptación en tanto hecho, o circunstancia específica. Razones suficientes y sobrantes para convertir a My beautiful dark twisted fantasy en el disco del año.
Más allá del temor a estos microfascismos del hype, el álbum alla a cualquiera cuando uno percibe la condición de hit de cada uno de sus temas, la forma en que West leyó las reglas del juego y produjo en serie, y de manera sorprendentemente dosificada, una lista perfecta de temas para estar en cualquier listado, cualquier opinión, cualquier disertación sobre la música en particular.
En este último sentido, si bien la suprasegmentación de los medios nunca podrán permitir –o al menos no creo- generar un efecto de avalancha y omnipresencia como el de Michael Jackson con Thriller (MJ, en todo sentido, es el Peter Pan privado de Kanye West), hay suficiente música en My beautiful dark twisted fantasy como para construirse diez neverlands y seguir viviendo de sus ganancias. Pero no sólo es un material perfecto en cuanto a potencial de comerciabilidad y ganchos (algo que señala que Kanye, más allá de su egolatría, sigue teniendo la suficiente lucidez para ver bien cómo funciona el mundo a través de las rendijas de aquellos insignes lentes de plástico), sino que es un disco que encierra a una historia en sí, que se hace tan personal y decididamente transparente que por momentos resulta incluso incómoda. Lo que vemos es a Kanye West, el mismo douchebag que escribe twits que parecen salidos de This is Spinal Tap, el mismo que es tan odiado y amado por igual. Lejos de ser el disco en que Kanye se encontró el pimpollo de un pene extra saliendo de su glande (algo que podría pensarse en videoclips tan larger than life como Runaway, o temas casi infantilmente autolegitimantes como Power), en esta noción de autoimportancia, My beautiful dark twisted fantasy tiene tanta locura, megalomanía y persecuta como para hacer ocho Memorias de Schreber. Lograr un disco tan personal, que juega con la misma integridad personal de un personaje público (una auténtica acrobacia volante sin red), pero que a la vez aquello no quede sólo en lo meramente ridículo o satirizable, haciendolo comunicable y compartible con un grueso importante de público, toca a Kanye con la misma vara que ha se ha posado sobre la cabeza de lo grandes como puede ser David Bowie.

9- La hermana menor- Canarios.
El disco en que Tüssi dijo "Sabés que, no te tomes un taxi, ¿por qué no te quedás a desayunar conmigo?"
Ya escribí sobre este disco en una nota de la diaria. Acá la pueden leer
(Este es el único no disponible para bajar)


8-Daughters- Daughters
En tiempos donde la mayoría de los músicos parecen practicar pilates y hacer la dieta de la luna, es buena noticia escuchar a bandas haciendo música realmente maligna. Disco prácticamente póstumo, el último álbum de Daughters abandona los gritos y temas cortos y explosivos, más cercanos al grindcore, de sus anteriores trabajos y opta por un sonido más pulido, pero que nunca se aparta de la disonancia y ambientes abrasivos. Lo primero que viene a la mente cuando escucho temas como la extraña The theatre goer (perturbador tema sobre los límites de la cuarta pared que está revestido de una densa capa de extrañamiento, como si la letra- a diferencia de los poderosos riffs que atraviesan la canción- circulara por las entrañas de un pantano viscoso), o la persistente como taladro de dentista “Our queens (one is many, many are one)” -una canción con un aire de festejo público celebrando un decapitamiento- es el grand guignol proveniente de The Jesus Lizard, no cayéndosele a los Daughters en ningún momento semejante posta llena de clavos. Muy al contrario, Daughters se maneja bien con los ritmos sincopados y la atonalidad y la voz de Alexis S.F. Marshall, en la que se percibe esa fascinación inherente hacia el blues y el rockabilly que también se podía presenciar en sus ancestros texanos,. Padres feos y deformes como Yow y compañía solo podrían parir unas “hijas” sucias, desdentadas y llenas de amputaciones, pero cuando nos encierran en el sótano donde les suelen tirar cabezas de pescado y cartílagos de pavos, sabemos quien tiene las de perder.


7-Carmen Sandiego- Joven Edad
En un año donde hubo poquitísimas ediciones nacionales (aún más exiguo el número de las que realmente valieron la pena), Carmen Sandiego vuelve a lanzar un disco y, tal como el año pasado había considerado a Nanas el mejor disco uruguayo del año, no dudo un segundo al otorgarles de nuevo la placa con Joven Edad.
A diferencia de sus otros trabajos, Joven Edad es un disco de un sonido decididamente más pop y menos low-fi, algo que, tal como ocurrió con Ariel Pink, terminó –diferente a pasteurizar su sonido para volverlo más accesible- resaltando muchas de las cualidades que ya ofrecía más veladamente la banda. Pero esto no es sencillamente un cambio de chapa y pintura, con la incorporación de Ezequiel Rivero (que de a poco se va convirtiendo en un productor que convierte en pop todo lo que toca) y Matías Lens en la bata (uno de los bateristas rítmicos más entusiastas que he visto y escuchado) la banda adquiere un sonido bastante diferente y se permite hacer temas más homogéneamente enérgicos, fuerza que antes sólo quedaba relegada a algunos espasmódicos accesos de violencia (como los gritos de Leticia Scricky en la vieja Calefactor). Más allá de esto, Carmen Sandiego retoma el mundo de referencias que ha ido construyendo desde el comienzo, así como también cierta violencia de estrangulación con guantes de seda que se percibía en sus anteriores trabajos. Destape ya introduce a Cacho Castaña, a un bulín en Ayacucho y a una bailarina (o bailarín, con Carmen Sandiego la confusión de géneros es permanente) llamado Andrea. La transformación de esta imaginería argenta setentosa (en esa época extraña donde todos los argentinos que aparecían en películas de Sofovich y similares parecían sólo hablar en lunfardo tanguero) se vuelve más sórdida con el verso “oh Andrea, cuando venis vos me hacés sentir como un chiquilín” (frase de viejo verde, si las hay).
Carmen Sandiego es una banda de grandes líneas y esta condición se repite en algunas canciones que tienen una contundencia emocional pocas veces escuchada en la música nacional (pensar en el último circulo del infierno del despecho que es Superado, o en la extraordinariamente perturbadora y traumática visión del sexo en Asco al sexo -sobre la que ya hable en este post).
Tal como mencionaba Gonzalo Curbelo en la diaria, la tapa lo dice todo: Carmen Sandiego toma la estética de una época, la transforma y a través de ella habla de lo que nuestro inconsciente cultural se venía amordazando desde hace tiempo. Un cuarto con móviles herrumbrados en el techo que se han construido a imagen y semejanza de ese propio cielo-infierno, ese mundo infantil donde todo existe excepto la inocencia, o donde la inocencia existe, pero que se parece más a la de la decoración del cuarto de Pedro, aquel psicótico de la película Arrebato.


6-Triángulo de amor bizarro- Año santo
Volviendo a Arrebato, si Año santo fuese una película, sería una bizarra película de terror de la época del destape español.
Un disco que incluye en el tema de apertura dos estrofas como “si insistes/ si insistes/ mejor te cortas las venas/ después de un anuncio/ no te preocupes de tu familia/ después yo lo explico/ sin detalles/ sin detalles/ que simplemente te has sido” y que más allá del sonido distorsionado, del gigantesco muro de sonido que se te planta adelante siga siendo pop, definitivamente es un disco distinto. Triangulo de Amor Bizarro sacan un disco mucho más estruendoso, pero a la vez tan escuchable y pegadizo como el de su debut, sólo que ahora, la ya amoralidad que rondaba sus temas (que un estribillo diga “llevar navaja siempre es conveniente” no es algo que se escuche todos los días) se carga de una oscuridad no antes vista en la factura del grupo.
Algunos versos de TAB le hacen justicia a los alucinantes nombres de canciones (que compiten en su longitud con los de Sufjan Stevens), como “De la monarquía a la criptocracia”, “Amigos del género humano”, o “El culto al cargo o como hacer llegar el objeto maravilloso”, entre ellos la ya citada invitación al suicidio, o un verso como “no me importa que no me quiera, yo la quiero por los dos”. En Jenesaispop se señala con acierto un montón de imaginerías religiosas, que convive de una manera particular con una sensación de peligro, de maldición sorda que tiñe todo el disco.
Un grower, que en principio parece opacado por su predecesor, pero que sufriendo una lenta decantación, llega a otros lugares en que el primero se quedaba en la mera superficie (con los españoles, ahora, nadando en su río de agua viva)


5- Los Negretes- Mexico City Blues
A Los Negretes les vengo siguiendo el tranco desde un antiguo post de Martin Canova, que me permitió conocer a algunos de sus integrantes, entre ellos un uruguayo que vive en el DF desde hace muchísimos años. Habiendo sido Los últimos diez minutos de María Duval una imponente carta de presentación (como si entraran a una fiesta de etiqueta tirándose de cabeza contra una pirámide de copas de champagne), Mexico City Blues termina de condensar todo lo parecía flotando como ideas a medio terminar. Es curioso, pero son de esos discos de no más de cuarenta minutos que parecen un disco doble, no porque se nos haga lento (ni mucho menos), sino por lo mucho que hay para contar.
Mexico City Blues es un disco definitivamente punk, de una banda definitivamente punk, en tiempos donde nadie sabe a ciencia cierta qué es eso. Todo grabado directo a un portaestudio, ya desde “Canción lenta”, que parece un tema que se fuera derritiendo en el transcurso del mismo, escuchamos los ecos de Sister Ray de la Velvet, un universo cargado de acoples, fuzz y sonidos valvulares, mutando hasta perder completamente el rostro.
Con una lírica propia y contundente, las letras parecen salidas de la cabeza de algún personaje de Bolaño, como el despechado y paranoico hombre que recuerda a una mujer en Lloviendo sobre el DF (mi canción favorita del disco, una breve historia contada en la pieza de un hotel, una condensación extrañísima de recuerdos sobre una mujer que el protagonista no puede controlar, sobre la que se sabe que nada se puede hacer, y sobre la que pesa una maldición, algo inevitable), Mexico City Blues, donde la ciudad se convierte en un mismo personaje, o la sonámbula y melancólica Salón Casino. Estoy escribiendo esto y me doy cuenta de que me complica severamente expresarme. Creo que lo inasible del disco y las letras es cierta dimensión invisible de lo natural y cotidiano.
Ahora cuando intento encontrar raíces y comparaciones, me doy cuenta de lo mucho que los Negretes me hacen acordar a Sumo, pero de una manera muy distinta al grueso de bandas que se consideran vástagos de dicha formación. A diferencia del resto del mundo (que agarran por la Avenida La rubia tarada, o por la ruta Mula plateada, Los negretes parecen haberse metido en un agujero en la cerca del callejón Mañana en el abasto, una canción-camino drásticamente diferente a todo lo que había hecho Sumo, y que de hecho ni siquiera fue continuado por ellos mismos (que de hecho, al menos según la biografía de Petinatto, casi todos los de la banda la odiaban). Los Negretes ponen carpas en ese callejón, solo que no hablan sobre el Abasto, sino sobre el DF, pero no sobre la ciudad en sí, en su mero aspecto descriptivo, sino lo que significa caminar por sus calles, lo que significa ser de ahi.


4-Janelle Monáe- The Archandroid
El último disco de Janelle Monáe es lo que estaría haciendo David Bowie si fuera negro y supiera bailar bien. Es verdad que, después del gen Arcade Fire, todo se puso un poquito más épico, yéndose un montón de bandas a internarse en iglesias y secuestrar a niños castrados para que hagan coros en temas llenos de arreglos de cuerda, pero la idea de Janelle supera todo límite de megalomanía. The Archandroid es una obra conceptual futurista completamente delirante (ya desde la portada podemos percibirlo, con esa estética a lo Fritz Lang mechada con iconografía afro), pero que tiene la suerte, o el auténtico don de nunca sonar pomposa. A esto se debe la sencilla razón de que los temas, más allá de cierto ordenamiento conceptual, son bastante variados y frescos (con Tightrope, uno de los temas –y video- con más swing que haya escuchado en los últimos años), pero sobre todo por cierta destreza innata, completamente natural que envuelve por completo a Monáe. A diferencia de la mayoría de las vocalistas influidas por el soul, donde el canto conserva cierta búsqueda inherente de llegar a un plano extático, de pura voluptuosidad (algo que tiene mucho que ver con las raíces cristianas del gospel –en una religión que, tal como dice Bataille en El erotismo, tiene en sus genes inextricablemente unido amor, pasión, sacrificio y muerte), cuando Monáe se coloca detrás del micro, todo parece sencillísimo, con unos gritos que parecerían no provenir desde el estómago, sino de la boca misma, desde la misma superficie de sus labios.
La mina salta del soul al hip hop, del hip hop al country, del country al space pop, como un auto que pudiera ir de primera a quinta sin necesidad de embrague. Precisamente, Monáe es un todo terreno, ¡es el fuckin Mach 5!
A su manera, con su pelo, con sus manias, con su soltura casi infantil, Monáe es una freak que le demuestra a todas las Aguileras y a todas las raperas sobreesforzadas qué sencillo se puede hacer todo, simplemente cantando y bailando como quien lo hace en el baño.


3-Peter Broderick- Music for contemparary dance
Peter Broderick es de esos músicos que, entiende al pie de la letra que la música no son las notas que tocas, sino las que no tocás (citando a Miles Davis), que la música es lo que realmente ocurre entre los silencios, cuando no estás tocando.
Este disco doble, con una pieza pensada para ser representada en danza, es uno de los mejores discos ambientales que haya escuchado en mucho tiempo, que llega a momentos de climax sin nunca a explotar, retirándose elegantemente en el preciso momento (algo que lo asimila y diferencia de Godspeed you! Black Emperor, más afectos a los in crescendos con desenlaces explosivos).
Lo único que puedo decir de Broderick sin sonar demasiado pomposo, o afanando indiscretamente de otras cosas que la gente ha andado diciendo sobre él, es que en Music for contemporary dance ha creado bosques sonoros, en los que me he perdido, y por momentos no me importó mucho regresar.


2-Bruce Springsteen- The promise
Posiblemente sea hacerle una jopeada al reglamento, porque los temas de The Promise fueron grabados efectivamente en 1978, pero considerándose que recién salieron a la luz este año -en una de esas completísimas ediciones de coleccionistas que podrían incluir, si pudiesen, cotonetes usados por artista-, y sobre todo, considerando que su autor no es nada menos que Bruce Springsteen, la cita parece ineludible. The Promise atestigua, no sólo un momento bisagra en la historia de El jefe (atribulado por disputas legales y crisis personales que desembocaron en la oscuridad de Darkness of the edge of town –completamente opuesta a la épica automovilística de Born to Run), sino un desmontaje del proceso de producción de uno de los grandes héroes de la música del siglo XX. Springsteen construyó Darkness of the edge of town como algunos de esos automóviles típicos de su mitología: un montón de temas de estudio que podrían competir en lo prolífico con los momentos más merqueros de Calamaro (sólo que el producto no es la burrada de El salmón, sino fucking Darkness of the edge of town), que ceden sus identidades para volverse piezas, repuestos, cajas de herramientas intercambiables. Springsteen sacaba un verso de un tema y lo colocaba en otro, probaba una melodía, le agregaba un piano, le quitaba una guitarra, cambiaba el aire de la canción como quien arregla un radiador o le cambia el motor de un auto. Lejos de la terrajada del autotuning, lo que resulta del gigantesco taller mecánico de The promise es un hermoso compendio de canciones que no sólo guardan su valor relacionado al análisis historizante de ciertos temas que ya conocemos todos (por ejemplo la versión de ritmos más españoles de Candy’s room –que originalmente se llamaba Candy’s boy), sino a darse cuenta de que la atmósfera más opresiva y realista del Darkness, en oposición al espíritu festivo y épico de Born to run (esa madurez propia de darse cuenta de que sus personajes no necesitan escaparse a 220 por interestatales para ser héroes, que el heroísmo, la vileza o el menoscabo está en cada corazón, a la vuelta de la esquina), no fue algo meramente espontáneo y fruto de las circunstancias personales del autor, sino un sesudo proceso de decantación –dándole la última palabra a el Jefe, que muestra cómo dejó temas hermosísimos como Ain’t good enough for you para mantener una línea emocional más contundente).
Desenterrar material como éste, que podamos escuchar temas como éstos, en tiempos como los actuales, es un regalo del cielo que nos muestra qué somos y qué podríamos haber sido.


1-Ariel Pink Haunted Graffiti- Before Today
Uno de los pocos discos de la última década que pueden considerarse una auténtica obra de arte. Ariel Pink, conocido por su radicalismo low fi, firma con 4AD y saca un disco de sonido convencional, mostrando y condensando todo el potencial que tenían sus fragmentarias melodías recogidas a lo largo de su extensa obra.
Pink, histérico, mutante, freak, larvario, sinópodo, prende sus ventosas en la yugular misma del pop, creando un territorio propio, en donde todo suena familiar, pero que nada es igual, en donde el beat inglés de los sesenta se funde con el pop etíope, donde las canciones de los ascensores resuenan en las alcantarillas, donde una contestadora de un taxi radiollamada puede cantarte el tema que cambiará por completo tu vida.
Pink es un experto en intros, estribillos, o puentes, sólo que en sus temas antiguos todo eso aparecía en el scrapbook (un scrapbook voluptuoso y tan detallado como un tríptico de El bosco, es verdad), mezclado, entrecortado por otra idea que enseguida se superponía a eso como juegos en la cabeza de un niño con déficit atencional. Este es el momento donde Pink por primera vez toma todos esas estructuras y comienza a componer canciones, mostrando, a diferencia de lo que podía parecer a simple vista, cómo todo puede ser unido con todo, como si descifrara su sistema de nomenclatura para volvérnoslo completamente compartible.
Pink agarra todo, lo aplasta, lo amasa y te convierte temas propios de la nada, como lo hace con los Rocking Ramrods, o con temas propios que parecían completamente olvidados en su propia y vasta discografía (a la que los fanáticos nos lanzamos a buscarlas como niños soviéticos intentando desenterrar alguna escopeta o bomba enterrada de la segunda guerra mundial.
Beverly Kills, Menopause Man, Bright lit blue skies, Reminiscences...Before today tiene tantos temas geniales como para ahorcar a un caballo, pero va a ser recordado como el disco en donde figuraba Round and Round, obra maestra definitiva de Pink que resume en sí mismo todo lo que fue y no sabíamos de su carrera, una de las mejores construcciones pop que ha dado la música en las últimas décadas.
Hype o no, Ariel Pink es el músico que ha demostrado que ya no hay excusas, que el pop está ahí, en todos lados, y que permanece esperando, como una perla en una ostra dormida.